La gata que se acercó a Freud
El año 1913 fue el último en el que la cultura floreció en Europa, en toda su dimensión y en libertad. La guerra del año siguiente abriría un período de oscuridad, en el que de una u otra manera seguimos instalados. En su inclasificable libro 1913. Un año hace cien años (Salamandra, 2013, con traducción al español de Paula Aguiriano, y que en su versión original sería 1913. El verano del siglo – ya sabemos que los títulos de las traducciones no los deciden los traductores –) el escritor alemán Florian Illies (1971) traza un mosaico casi diario en el que se reúne todo lo más imponente de la cultura europea de entonces, a punto de ser brutalmente menoscabada por el horror de la guerra. Por sus páginas, cargadas de momentos y anécdotas, circulan desde Proust hasta Freud, desde Stravinsky hasta Kafka, desde Joyce hasta Musil, desde Rilke hasta Schnitzler, pasando por Benn, Macke, Kirchner, George, Wedekind, Walser, Mann, Nolde, Wittgenstein, Picasso, Braque, Schmitt, Jünger, Schönberg… etc., etc., etc., apareciendo incluso dos indeseables presencias en ciernes, como son las de Hitler y Stalin.
Cómo no, entre las páginas de Illies, se cuela una curiosa gata, que se las arreglará para hacerse su hueco en el sancta-sanctorum de Sigmund Freud.
“Una gata se cuela en el número 19 de la vienesa Berggasse, en el despacho de Sigmund Freud, donde acababa de reunirse la Sociedad de los Miércoles. Se trata de la segunda visita sorpresa femenina en muy poco tiempo: a finales de otoño, Lou Andreas-Salomé se unió a la reunión de caballeros, que en un primer momento la miraron con recelo y ahora la idolatran sin reservas. Lou Andreas-Salomé llevaba en su liga una serie de cabelleras de genios abatidos: con Nietzsche estuvo en un confesionario de la basílica de San Pedro; con Rilke, en la cama; y en Rusia, en casa de Tolstói. Y, por lo visto, por ella Frank Wedekind tituló su ópera Lulú y Richard Strauss la suya Salomé. Y ahora ha acabado con Freud, al menos desde el punto de vista intelectual: ese invierno incluso pudo instalarse en su lugar de trabajo, habló con él de su nuevo libro, Tótem y tabú, en el que se hallaba enfrascado entonces, y lo escuchó cuando se quejaba de C.G. Jung y los psicólogos disidentes de Zúrich. Pero, sobre todo, Lou Andreas-Salomé, que a la sazón contaba cincuenta y dos años y era autora de varios libros sobre la inteligencia y el erotismo, fue introducida en el psicoanálisis por el mismísimo maestro; en marzo, abriría en Gotinga su propia consulta. Así pues, asiste a la solemne reunión de los miércoles. Junto a ella están sus cultos colegas, a la derecha el ya por entonces legendario diván y por doquier las pequeñas esculturas que Freud, un apasionado de las antigüedades, coleccionaba para consolarse del presente. Cuando Lou cruzó la puerta, en tan ceremonioso grupo también se coló la gata. Al principio Freud se irritó, pero al ver la curiosidad con que el animal observaba las vasijas griegas y las esculturas romanas, se conmovió y pidió que le dieran un poco de leche. Sin embargo, la gata siguió mirándolo con desconfianza, tal como Lou Andreas-Salomé cuenta: «A pesar del cariño y la admiración crecientes que él le profesaba, la gata no parecía apercibirse de ello, limitándose a clavarle las frías pupilas oblicuas de sus verdes ojos como si fuese un objeto cualquiera; si él quería obtener de ella algo más que su ronroneo egoísta, narcisista, debía bajar el pie que tenía cómodamente apoyado en el diván y captar su atención hechizándola con ingeniosos movimientos de la punta de la bota.» A partir de entonces, la gata fue admitida semana tras semana en la reunión, y cuando empezó a sufrir achaques, incluso se le permitió tumbarse en el diván de Freud. Resultó ser receptiva a la terapia.”