Talismanes, compañía, libertad
Cualquiera que pasee por Madrid estos días de Adviento, verá las farolas cargadas con anuncios de una feria denominada 100×100 Mascota. De poco parecen servir aún los esfuerzos de tantas y tantos pensadores y activistas por el bienestar animal para superar ese vocablo tan demodé como cargado de ideología. La era de la mascotte, del “animal talismán”, del “animal-amuleto”, que nos trae la buena suerte (aunque, en realidad, remita más a esos personajes disfrazados de gallina o de oso, que pululan por campos de baloncesto o de fútbol haciendo una dudosa gracia) invariablemente ha pasado… y, si no ha pasado, habrá de pasar. Y es que los nombres importan… Si la convivencia con un animal se construye sobre el deseo espurio de contentar a una niña o un niño, que ya lo tiene todo, de dar un sorpresón a una pareja, de celebrar la Navidad o de llenar de momento un vacío en nuestra vida, en tanto que encontramos otro modo más eficaz de hacerlo, entonces, la adquisición de un animal no será tan sólo un acto trivial, que trivializa, a su vez, a la propia criatura obligada a vivir en ese contexto, sino que explicará cualquier desenlace fatal de esa experiencia, en la que la víctima será siempre la parte más débil, es decir, el animal.
La convivencia con animales ha de superar la fase de la mascota y ha de fundar la era de la compañía basada en los cuidados y en la ampliación de las bases de la libertad de aquellos. Vivir con gatos, perros, conejos, chinchillas, hamsters o pájaros, ha de someterse también a una regulación, que redunde en el reconocimiento de los derechos de los animales. Quién sabe si el horizonte habría de incorporar un carnet de cuidador de gato, de perro, etc., que permitiera certificar que las personas cuentan con unos conocimientos suficientes de etología, de comportamiento animal; pero, al menos, la vida en común con animales tendría que estar apoyada por una evaluación psicológica y un contrato de responsabilidad, que “obligase” por escrito a las y los cuidadores humanos a pasar un cierto filtro, que garantizase que la experiencia iba a estar marcada por el cariño, el respeto mutuo y los cuidados. De ese modo, es seguro que se reduciría la cría excesiva e irresponsable y, por ende, también los abandonos; se conseguiría un nivel de consciencia y compromiso con los animales por parte de las personas y se avanzaría en un camino de entendimiento entre las partes implicadas en esta relación cuya maravilla, por supuesto, no podemos estar más lejos de cuestionar.