Diana y yo

Perros en «Platero y yo» de Juan Ramón Jiménez (I)

En 1914, Juan Ramón Jiménez publicaba una de las obras más delicadas y universales de la literatura española, “Platero y yo”, construida a partir de retazos de su infancia en Moguer (Huelva) y que, como sobra decir, recoge escenas de una poesía infinita centradas en la vida de un entrañable burrito. Si bien hemos solido asociar este libro a la infancia, el autor previno en muchas ocasiones contra la idea de que se tratara de un libro para niños. “Platero y yo” es una arcadia poética en prosa, por cierto, hoy bastante dejada de lado por la cultura (¡y la educación!) rápida y trendy. Ello no resta ni un ápice de la maestría y la grandeza de la escritura del autor, de quien parece que también hay que recordar que fue exiliado en 1937 y Premio Nobel de Literatura en 1956.

En “Platero y yo”, por supuesto, no podían dejar de aparecer los perros, construidos sobre los perros de la niñez del autor. En esta ocasión, traemos hasta Cat&Dog Tank, tres preciosos cuadros en los que aparece la perrita Diana, compañera de juegos de Platero. Una delicatesse literaria.

III. Alegría

Platero juega con Diana, la bella perra blanca que se parece a la luna creciente, con la vieja cabra, gris, con los niños… Salta Diana, ágil y elegante, delante del burro, sonando su leve campanilla, y hace como que le muerde los hocicos. Y Platero, poniendo las orejas en punta, cual dos cuernos de pita, la embiste blandamente y la hace rodar sobre la hierba en flor.

La cabra va al lado de Platero, rozándose a sus patas, tirando, con los dientes, de la punta de las espadañas de la carga. Con una clavellina o con una margarita en la boca, se pone frente a él, le topa en el testuz, y brinca luego, y bala alegremente, mimosa igual que una mujer…

Entre los niños, platero es de juguete. ¡Con qué paciencia sufre sus locuras! ¡Cómo va despacito, deteniéndose, haciéndose el tonto, para que ellos no se caigan! ¡Cómo los asusta, iniciando, de pronto, un trote falso!

¡Claras tardes del otoño moguereño! Cuando el aire puro de Octubre afila los límpidos sonidos, sube del valle un alborozo idílico de balidos, de rebuznos, de risas de niños, de ladridos y de campanillas…

XI. El canario vuela

Un día, el canario verde, no sé cómo ni por qué, voló de su jaula. Era un canario viejo, recuerdo triste de una muerta, al que yo no había dado libertad por miedo de que se muriera de hambre o de frío, o de que se lo comieran los gatos.

Anduvo toda la mañana entre los granados del huerto, en el pino de la puerta, por las lilas. Los niños estuvieron, toda la mañana también, sentados en la galería, absortos en los breves vuelos del pajarillo amarillento. Libre, Platero, holgaba junto a los rosales, jugando con una mariposa.

A la tarde, el canario se vino al tejado de la casa grande, y allí se quedó largo tiempo, latiendo en el suave sol que declinaba. De pronto, y sin saber nadie cómo ni por qué, apareció en la jaula, otra vez alegre.

¡Qué alborozo en el jardín! Los niños saltaban, tocando las palmas, arrebolados y rientes como auroras; Diana, loca, los seguía, ladrándole a su propia y riente campanilla; Platero, contagiado, en un oleaje de carnes de plata, igual que un chivillo, hacía corvetas, giraba sobre sus patas, en un vals tosco, y, poniéndose en las manos, daba coces al aire claro y tibio…

XXVI. La cuadra

Cuando, al mediodía, voy a ver a Platero, un transparente rayo del sol de las doce enciende un gran lunar de oro en la plata blanda de su lomo. Bajo su barriga, por el obscuro suelo, vagamente verde, el techo viejo llueve claras monedas de fuego.

Diana, que está echada entre las patas de Platero, viene a mí bailando y me pone sus manos en el pecho, anhelando lamerme la boca con su lengua rosa.

Subida en lo más alto del pesebre, la cabra me mira curiosa, doblando la fina cabeza de un lado y de otro, con una femenina distinción. Entretanto, Platero, que, antes de entrar yo, me había ya saludado con un levantado rebuzno, quiere romper su cuerda, duro y alegre al mismo tiempo: Por el tragaluz, que trae el irisado tesoro del cenit, me voy un momento, rayo de sol arriba, al cielo, desde aquel idilio. Luego, subiéndome a una piedra, miro el campo.

El paisaje verde nada en la lumbrarada florida y soñolienta, y en el azul limpio que encuadra el muro astroso, suena, dejada y dulce, una campana.

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