De cómo ha evolucionado nuestra mirada al (mal) trato a los animales.
Irma La Dulce es inconfundible por sus adornos verdes y su inseparable perrita Coqueta. La inolvidable prostituta parisina tiene en ella un verdadero alter ego, que participa de una vida tan desordenada y divertida como la de su dueña.
Cuando se estrenó la película en 1963, el papel de nuestra perrita debió de considerarse como uno más de los infinitos toques maestros de ese monstruo de la comedia que era Billy Wilder. El paso de los años, sin embargo, impone al espectador actual una sensación ambigua y paradójica. Al mismo tiempo que el conjunto resulta cada vez más entrañable, las partes sorprenden por su incorrección política, hasta el punto de que una buena cantidad de sus elementos sería hoy del todo inadmisible: prostitutas satisfechas de su explotación sexual, que incluso suplican a sus proxenetas que las prostituyan, chulos representados con colores bondadosos y hasta honestos, y toda una sociedad felizmente disipada.
De entre toda esa nebulosa de elementos inaceptables, es precisamente el del papel de Coqueta uno de los que más llama la atención. Coqueta es una perrita alcohólica, con problemas de riñón debidos a su vicio. El inolvidable barman del mostacho le sirve champán en un cenicero hasta que cae redonda, estrategia que seguirá todo aquél que quiera bien recompensarla bien librarse de ella.
El arte es, sin ninguna duda, hijo de su tiempo. No tiene sentido – salvo en casos excepcionales – aplicarle una moralidad retroactiva que no tenía que ver con la de su época. Y, sin embargo, conviene no dejar de llamar la atención sobre estos detalles, por cuanto, por debajo de la anécdota divertida de la perrita borracha se esconde la sombra de un inveterado maltrato animal. Pero eso… es otra historia…