Gatos y España vaciada
Descubrimos que algo iba mal cuando vimos toda la fruta del imponente peral de la huerta sin recoger. Luego nos dimos cuenta de que tampoco los puerros ni las cebollas ni nada de lo que allí había sembrado se había recolectado. Tras una temporada en el hospital, el señor Carlos murió y, con él, desapareció una parte fundamental del alma de lo que quedaba del pueblo. Cada día, en la trasera de Carlos comían numerosos gatos, que alegraban las calles y repartían su belleza entre las tapias y las eras. ¿Dónde están ahora esos gatos? Es difícil saber si se han ido a otro pueblo a buscar su sustento, si las autoridades sanitarias se han encargado de ellos (¡da miedo pensar cómo!), si siguen vivos en algún lugar, si han muerto… Lo cierto es que los gatos ya no están… decenas de gatos preciosos ya no están y el conjunto parece ahora doblemente vacío, doblemente en sombra.
Da igual su nombre, da igual la región en la que se encuentre, da igual las circunstancias en las que estuviera. Al morir un pueblo, los gatos, ese residuo neolítico de la vida en comunidad, desaparece y con ellos, desaparece el acento inequívoco de la vida rural. La España vaciada se está vaciando también de sus paisanos felinos, que, en ese proceso, está viendo notablemente menguado su número absoluto. Esta ausencia es un índice trágico del fin de una parte esencial de nosotros mismos.