Faulkner: retrato con perros
La posición de Cartier-Bresson ante la cámara es siempre la misma. Así, cuando aprieta el disparador para inmortalizar a William Faulkner, daría la sensación de que él tan sólo era alguien que pasaba por allí, y había decidido sobre la marcha robar un instante de su personalidad al genial escritor. Allá donde otros ojos habrían decidido poner en el centro al novelista, su imponente rostro y la inteligencia de su gesto, el fotógrafo francés recoge una imagen de perfil, con los pies cortados y con una disposición de su figura a la que el marco de la foto parecería poner frente a una imaginaria pared. Por qué un retrato así es tan fascinante y tan profundo. En primer lugar, porque el fotógrafo actúa como un perfecto ironista, que oculta su voluntad artística detrás de un aparente encuentro casual. El conjunto compositivo está totalmente estudiado. Sin sus pies, el escritor aparece como un tótem enhiesto, clavado al suelo, compacto, rodeado de verticales, que no hacen sino elevar y dar más personalidad aún a su figura, que adopta el aspecto de versión tallada de una de ellas. La composición divisible en cuatro planos o en dos separados milimétricamente por la masa del retratado es apoteósica. Por fin, el ademán familiar de los brazos del escritor, concentrado, parecería querer encaminar la mirada hacia su frente. Y, sin embargo, Cartier-Bresson quiere que la mirada de Faulkner se proyecte hacia su interior… por eso, en lugar de representar un paisaje ante él (su casa, por ejemplo), propone sólo el marco blanco, como si el autor estuviese practicando de pie Budismo Zen. El secreto de su mirada y de su personalidad hay que buscarlo detrás, a sus pies – por lo demás, inexistentes –. Ese secreto está en una pareja de Jack Russell terriers, que, al mismo tiempo, escrutan inquietos algo en otro horizonte, dispuestos a dar cuenta de ello. Ese horizonte que escrutan los perros de Faulkner es el horizonte de su imaginación.