Perros pastores en Celama
En El Reino de Celama, Luis Mateo Díez recorre el territorio mítico de la memoria del mundo rural tradicional, que día tras día vemos desaparecer inexorablemente. Se trata, por ello, de una de las lecturas imprescindibles en este momento de transición de lo que fue nuestra tierra a lo que aún no tenemos claro que será. Mientras tanto, nos detendremos en un fragmento de la primera novela de la serie: “El Espíritu del Páramo”, que recoge con una precisión y una verosimilitud exquisita las cogitaciones de un pastor sobre sus perros.
«También estoy quieto, será cosa de familia, o que tantas horas de estarIo hagan que uno se acomode a mirar antes que a moverse, porque las ovejas son los animales más inmóviles de la creación cuando encuentran el entretenimiento del pasto, ni se tienen en cuenta unas a otras porque todas son la misma y el rebaño como la idea de que cada una tenga de lo que es, todas iguales y con el mismo miedo de que alguna se separe, aunque de una menos ni se enteran, y esto es lo que hay que hacer, mirar, mirarlas, estar un poco como ellas, en parecida disposición, la quietud del pastor que hace de mi vida ese tiempo tan largo de los que no se mueven, cuando el perro ya tiene esta maña que tiene el gozque, el olfato, el instinto, la intención, y a él le dejo la mayor responsabilidad porque va a cumplir como si lo hiciera yo mismo y, al fin, también yo estoy aquí para moverme al menor espanto o cuando una de ésas, la más tonta se vaya sin sentido, aunque el gozque no la va a dejar, por mucho que ande entretenido en la otra banda, es la ciencia de los perros que tienen la maña por entrenamiento y naturaleza, aquel cimarrón de pelo suelto; el baldado bermejo, la negra con la pinta en la frente, todos cruzados, sin raza pero con la codicia que da la listura, lo que uno siente que se echen a perder o se accidenten en el alambre, o lo que hizo el cetrino cuando la boba más boba del rebaño, en Lises, salió del camino porque iba la última y el cetrino no la vio, cosaque tampoco yo hice y, al echárselo en cara, vi que la que tenía era la que pone el que se siente desairado porque no puede perdonar el desagradecimiento, y lejos y enojado aguardó a que le pidiera disculpas, cosa que no hice, de lo que siempre me arrepentí, y ahora mismo continúo arrepintiéndome, la tarde de un dieciocho de marzo, uno y otro como las parejas que no se perdonan, ese perro de mi vida, porque alguno de parecidas condiciones llegué a tener, este mismo gozque tan bien enseñado, pero jamás con la intención y el apremio del cetrino, detrás de mí y del rebaño, cuando veníamos, enojados y pesarosos, al menos yo con más pesar que enojo en el regreso, y fue verlo correr de improviso, para siempre perderse sin que ya fuera posible llamarlo, esa oveja boba, la más boba que hay en todos los rebaños, había que haberla matado como culpable de la huida del cetrino, lo que yo pude querer a aquel animal no es para contarlo, las veces que de él me acuerdo, seguro que viejo y achacoso, convertido con los años en alguno de esos perros proscritos que a nadie se arriman porque ya recelaron para siempre de lo que da de sí el agradecimiento humano…»