La truculenta historia del amor canino de Le Corbusier
Es obligado pensar que determinadas actitudes son fruto de los valores y las ideas de su tiempo; eso que Michel Foucault denominaba épistème. Así hay que entenderlas. No podemos juzgar el pasado con nuestros propios parámetros o, posiblemente, nada podrá sostenerse en pie. Así, el amor a nuestro perro o a nuestro gato se manifestará hoy de muchas maneras, durante la vida o tras la muerte, pero es francamente difícil pensar que el afecto vaya a llevarnos al mismo lugar que, por ejemplo, al extraordinario arquitecto y creador Le Corbusier.
Le Corbusier tenía un perro, un precioso schnauzer, llamado Pinceau du Val d’Or. En 1945, el cuerpo del animal fue encontrado ahogado cerca del cobertizo que tenía el artista en la playa de Roquebrune-Cap-Martin, en el sur de Francia. La muerte de Pinceau du Val d’Or le trastornó hasta tal punto que el genio francés se propuso seguir contando con su compañía por el resto de sus días, del modo más estrambótico (y, posiblemente, macabro posible). Sin dudarlo, hizo curtir su piel por el Comptoir Central d’Histoire Naturelle con el fin de que la misma sirviera como tapas que unieran sus dos tomos de Don Quijote de la Mancha, a los que parecía profesar tanta devoción como al perro. También conservó el cráneo de Pinceau, sobre el cual instaló un mecanismo con resortes, que – afortunadamente – se ha perdido con el tiempo. El Quijote encuadernado, por su parte, se conserva, aunque nos negamos a documentarlo aquí con ninguna foto. Aun cuando hayamos de lanzar una mirada benevolente con el pasado, es una suerte, que nuestros tiempos no nos permitan ya siquiera dejar que nos pasen por la cabeza este tipo de efusiones amorosas.