Los gatos también tuvieron un lugar en el corazón del Renacimiento.
Leonardo amaba los gatos, como una muestra más de la perfección divina de lo creado. La sutil arquitectura de su cuerpo, la musicalidad de sus movimientos y la belleza de sus líneas lo llevaron, en cierta ocasión, a calificarlos de “obra maestra”. Esa pasión de Leonardo le acompañará a lo largo de toda su vida, como evidencian sus esbozos felinos de diferentes épocas.
Sin ir más lejos, debería de andar por los 20 años, cuando albergó la idea de pintar una Virgen María con gato, pero – por algún motivo – aquel proyecto fue abandonado, quién sabe si por las dificultades de los modelos para mantener al gato tranquilo posando. Un boceto para esa pintura, que se conserva hoy en el British Museum, parece avalar esa teoría, pues en él, el niño a duras penas puede contener la agitación de un enorme gato, que pugna por dejar la escena cuanto antes.
Otros dibujos, hacia el final de su vida, evidencian de nuevo el interés del genio por la naturaleza y los gestos de los gatos jugando, enredando, peleando o durmiendo, en una suerte de estudio que suscita, al mismo tiempo, un espacio para la transformación de su figura en otras criaturas que parecieran generarse como desarrollo del cuerpo del gato hacia otros felinos mayores como la pantera o incluso hacia criaturas de fantasía como los dragones.
Si el arte de Leonardo sigue siendo un misterio – también al hablar de su relación con los gatos –, lo que parece incontestable es su perdurable atracción por ellos.