La expertise felina de Hoffmann
“El Caldero Dorado” (1814-1819) es uno de esos alucinantes cuentos de E.T.A. Hoffmann, en los que lo mágico y lo real, lo onírico y lo cotidiano se entreveran en una narración que pretende refundar el mundo de los cuentos de hadas. Su protagonista, el estudiante Anselmo se debate entre sus expectativas vitales y profesionales y la pasión que despiertan unas extrañas visiones, que lo llenan de excitación, pasión y anhelo.
Por encima de todas sus rarezas, la joven Veronika se enamora perdidamente de Anselmo y, ante el errático comportamiento de este, decide consultarle a una bruja sobre las expectativas que se ha formado del mismo.
En la visita a la bruja, cómo no, un gato negro, sale a recibir a la protagonista, reeditando una vez más el viejo tópico, que tan mala e injustificada fama ha dado a estos mininos. No obstante, está claro que, si bien Hoffmann opta por ese convencionalismo gatuno, también se molesta en demostrar que conoce mucho de psicología felina y, como no podía ser de otra manera, deja patente que un gato negro es, ante todo, un gato… faltaría más. Que lo disfruten.
“«¿Vive aquí la señora Rauerin?», gritó ella en el desolado pasillo, al no aparecer nadie. En lugar de la respuesta, resonó un largo y claro miau, y un gato negro de grandes dimensiones caminó solemnemente delante de ella, con el lomo muy arqueado y la cola ondulando de un lado a otro, hasta la puerta del salón, que se abrió con un segundo miau.
«¡Ay, fíjate, hijita! ¿Ya estás aquí? ¡Pasa… pasa!», gritó una figura que se asomó, cuya visión dejó a Veronika clavada en el suelo. ¡Una mujer alta y demacrada, envuelta en harapos negros…! Mientras hablaba, su mentón agudo y prominente temblaba, la boca sin dientes se contraía en una sonrisa irónica, sombreada por la huesuda nariz de halcón y unos brillantes ojos de gato parpadeaban echando chispas a través de las grandes gafas. Del pañuelo multicolor que le envolvía la cabeza, sobresalían unos pelos negros y ásperos, pero lo que elevaba el repulsivo rostro al nivel de espantoso eran dos grandes marcas de quemaduras, que se extendían por la nariz desde la mejilla izquierda…
A Veronika, se le cortó la respiración y el grito, que había de darle aire a su oprimido pecho se convirtió en un profundo suspiro, cuando la huesuda mano de la bruja la agarró y la llevó hacia la habitación. En el interior, todo se agitaba y se movía, en una confusión de chillidos, maullidos, graznidos y pitidos. La anciana dio un golpe en la mesa con el puño y gritó: «¡Silencio, gentuza!»
Los monos treparon gimoteando a lo alto de la cama con dosel, los conejillos de Indias corrieron a esconderse debajo de la estufa y el cuervo revoloteó hasta el espejo redondo. Solo el gato negro se quedó tranquilamente sentado sobre la gran silla tapizada, a la que había saltado nada más entrar, como si la regañina no fuera con él…”