Amigos de ser humano o enemigos de Dios, preciosos gatos habitaron las obras del Románico
La Edad Media vivía presa de los símbolos. En el caso del gato, la densa maraña de significados que se agitaban en torno a su figura le hizo la vida bastante complicada a este delicioso felino y resignificó su papel en el arte. Así, su capacidad para la vida nocturna y su asociación con todo aquello que se mueve en la noche, puso a los gatos del medievo en la compañía simbólica de murciélagos y lechuzas, y, por supuesto, también de las criaturas nocturnas del género humano, que – ¿cómo no? – conspiraban desde la oscuridad contra el mundo de la luz, con su arsenal de brebajes, conjuros, maldiciones y ritos a Satán; en definitiva, en una compañía que no iba a ponerles fácil su tarea de fieles defensores del hogar contra la verdadera plaga: la de los roedores, ladrona de alimento y portadora de pestes.
Por todo ello, los gatos que nos regalará el arte románico en frisos y pórticos, en canecillos o en libros miniados, representarán también esa terrible dualidad. Algunos felinos aparecen en las siniestras direcciones del infierno o el Apocalipsis, como el sur o el oeste, redundando en su nocturnidad, en el caos del mundo que se agita en el exterior del templo; mientras otros se aplican divertidos a su feliz deber de limpiar los espacios humanos de desagradables inquilinos.
No obstante, aun en sus versiones menos gratas, hay una característica común, que aglutina a todos estos mininos, a saber, lo extraordinariamente simpático de su representación.