El terranova errante
Es julio de 1839. Richard Wagner está cada vez más acosado por sus acreedores de Magdeburg, Königsberg y Riga. Tras pensar en vender sus muebles y juntar todos sus ingresos para saldar sus deudas, decide finalmente abandonar Riga, donde trabajaba, y marcharse a París, en la esperanza de que su éxito operístico allí le permitiera arreglar definitivamente sus cuentas. Ahora bien, ¿cómo salir de aquella ciudad sin pasaporte? El problema era que – si lo solicitaba – llegaría a oídos de sus acreedores, que planeaba huir… algo que le impedirían hasta que hubiera devuelto el último céntimo. Su única solución sería la de abandonar aquella geografía desde Mitau, ciudad letona, en la que había dado sus últimos conciertos y representaciones de ópera. Su primer plan fue el de dejar territorio ruso y pasar a Prusia, para – desde allí – seguir hasta París… pero, con frecuencia, los planes no salen exactamente como pensamos.
La huida de la familia Wagner desde Mitau es un episodio verdaderamente novelesco de la vida del genial músico, trascendental, por otro lado, para entender alguna de sus obras más relevantes, como El Holandés Errante. Pues bien, buena parte de las aventuras de ese increíble viaje se debieron – ¿cómo no? – a la inmensa devoción de nuestro autor por los perros. En aquel momento, fue precisamente su terranova llamado Robber el que imprimió a su huida un carácter aún más agónico; en especial, cuando se vea obligado a escoger la ruta marina, a través de Londres.
Los lectores de Cat&Dog Tank podrán leer este increíble fragmento, en la canónica biografía del músico llevada a cabo por Martin Gregor Dellin (traducida por Ángel Fernández Mayo, para Alianza Editorial), una biografía absolutamente imprescindible.
La huida de Riga
No todos los viajes futuros de Wagner merecen la crónica. Pero el que emprendió en Mitau el 9 de julio de 1839 y concluyó en París el 17 de septiembre estuvo acompañado de tales sucesos y peligros que por fuerza tiene que haber influido considerablemente en el ánimo y en la imaginación de un hombre tan extraordinariamente sensible a esta clase de sensaciones. En consecuencia, parece conveniente que le prestemos atención suficiente, pues hoy sabemos realmente lo bastante sobre esta huida, incluso las dimensiones y características de ese singular navío que seguramente nos ha sido ofrecido en los escenarios como barco de Daland.
La posta especial a Tilsit fue cargada en Mitau hasta el techo con los paquetes de Wagner – en los que había partituras, ropa interior, la vajilla y los candelabros –, de los que uno se perdería en el mar. Desde el principio se presentó otra calamidad adicional con el negro y peludo terranova Robber, el perro no cabía en el coche y por desdicha hubo de correr jadeante por el polvoriento camino junto al carruaje en aquel caluroso día de julio. Llegó un momento en que los malhumorados viajeros sintieron compasión o incluso indignación ante este hecho; el caso es que la posta se detuvo y, a duras penas, se consiguió que el gigantesco animal se tendiera en el suelo del coche entre las piernas de los pasajeros. El viaje continuó en dirección a Tauroggen por los bosques, las praderas y los lagos de Curlandia. El 10 de julio, poco antes de alcanzar la frontera ruso-prusiana, Abraham Möller les salió al encuentro desde Königsberg con un ligero cabriole. Minna, Richard y el perro cambiaron de carruaje y llegaron a una casa de apariencia sumamente sospechosa, que resultó ser una taberna de contrabandistas que, al anochecer, se llenó de judíos polacos. Aguardaron allí la llegada del guía que había de hacerles pasar la frontera, un conocido de Möller que vivía en una finca cercana, ya en territorio prusiano. Möller partió, si bien todavía angustiado por la aventura en que había metido a Wagner.
La frontera sólo podía ser atravesada de noche, pues en la línea de demarcación había, cada mil pasos, un puesto de cosacos, y entre ellos discurrían las patrullas. El guía esperó el cambio de la guardia y entonces se puso en movimiento con los fugitivos. Por fortuna, Robber se comportó inteligentemente, iba pegado a los pies de Wagner y no produjo el menor ruido. Al pie de una cuesta, tenían que vadear un foso que bordeaba la frontera y, aun así, todavía no se encontrarían fuera de peligro, pues las patrullas rusas tenían órdenes de disparar también contra el territorio prusiano. El guía les condujo hasta el coche de Möller, que les aguardaba en un camino y les llevó hasta la posada de la primera población prusiana fronteriza. Allí encontraron su equipaje, y Möller, que había caído enfermo de angustia, saltó de la cama para recibirles «entre sollozos y muestras de júbilo».
Al día siguiente, el coche de Möller recorrió la llanura de Tilsit y pasó por Labiau en dirección a Königsberg, en cuyas cercanías alcanzaron por la tarde la pequeña localidad de Arnau. Se alojaron en la posada lugareña. En el transcurso de esta jornada, habían comprendido que, en condiciones tan difíciles y llevando consigo al perro, no era imaginable un viaje por tierra desde Königsberg a París, con la posta o con coche de alquiler. Se decidió así el viaje por mar vía Londres. Möller fue a Königsberg, para informarse de los posibles servicios marítimos, mientras Minna y Richard se recuperaban un poco, en Arnau, de las fatigas pasadas. Möller regresó con la noticia de que en Pillau estaba atracado un velero que partiría para Londres en los próximos días.
A causa de sus acreedores de Königsberg, Wagner tuvo que rodear la ciudad por el norte. Cuatro días después, el 14 de julio, partieron de nuevo con un pequeño carromato para un viaje que debía durar un solo día. El carromato siguió caminos de segundo orden, llegó a una granja y, al querer girar, volcó. Möller salió bien librado. Richard Wagner aterrizó en un montón de estiércol; pero Minna quedó aprisionada bajo el vehículo y sufrió algunas magulladuras. Su hija Natalie revelaría más tarde que Minna le había confiado que, en esta ocasión, «se había malogrado la incipiente dicha maternal». Es difícil probarlo, aunque ciertamente no carecería de fundamento. Lo seguro es que Minna pasó una noche muy mala en la alquería de los granjeros.
Por Lauth, Kummerau, Miedenau y Fischhausen, el coche alcanzó la estrecha lengua de tierra de Pillau. Allí se apearon junto a una posada próxima al faro y Möller se despidió. Minna y Richard subieron a bordo el 19 de julio antes de que amaneciera y otra vez en circunstancias aventuradas. Primero, tuvieron que burlar a la guardia del puerto y deslizarse ocultos en el bote de un pescador hasta alcanzar un costado del barco. Después treparon a bordo por la empinada amura, izaron a Robber a duras penas y el capitán les ocultó entre toneles y fardos, en previsión de posibles controles, hasta la partida del velero.
El barco se llamaba Tetis. Había cargado avena y guisantes para Londres. Este mercante pertenecía a un armador de Pillau que atendía por Jakob P. Liedtke, cuyos libros de consigna han sobrevivido sorprendentemente más de un siglo, gracias a lo cual ha sido posible verificar los recuerdos de Wagner. Incluso Richard no se confundió cuando en Mi Vida expresó que el capitán se llamaba Wulff, o más exactamente, R. Wulff; ni al hablar de aquel marinero, Koske, que durante el viaje se ganó la implacable antipatía de Robber. El marinero Koske descendía de una conocida familia de Pillau vinculada de siempre al mar. También son totalmente exactas e indiscutibles las afirmaciones que casi treinta años después hacía el biógrafo sobre la goleta Tetis: un pequeño y alarmante barco de 120 toneladas y poco más de 25 metros de eslora, y de ínfima categoría incluso para las necesidades de la época. Tenía dos palos muy separados, tres velas de estay de proa, y bajo el bauprés lucía su mayor orgullo, un mascarón de proa que representaba a Tetis, la diosa de los mares. Goletas de este porte tenían a su cargo casi exclusivamente en aquel tiempo el tráfico entre los puertos del mar Báltico o entre los puertos alemanes al este de Jutlandia y los del mar del Norte. El viaje a Londres no era habitual. Quizá se confiaba en exceso en el competente capitán Wulff o se pensaba que en julio ya había pasado lo peor. La compañía contaba con una travesía de ocho días, salvo calmas chichas. Cuán a la ligera actuaba el armador Liedtke, lo demuestra el trágico final del Tetis: nueve años después se perdió en el mar con toda su tripulación seguramente durante una tempestad, de lo que Wagner no llegó a tener noticia.
La tripulación constaba de siete hombres, el capitán y seis marineros, de los cuales sólo conservamos el nombre de Koske gracias a su permanente pelea con Robber. Además, el barco estaba mal abastecido. El 19 de julio de 1839, un viernes, partió el Tetis con sus ilegales pasajeros, y en los primeros días predominaron las calmas chichas. Con el buen tiempo, Wagner leía en la cubierta La dernière Aldini (La última Aldini), de George Sand, hasta que el 25 de julio se acercaron de nuevo a la costa. Quedaron atrás Copenhague y Helsingör. El capitán Wulff ocultó a los Wagner y al perro en el pañol de proa, que servía para guardar los cables de las amarras. Era conveniente hacerles invisibles a los aduaneros, pues, desde los tiempos del bloqueo continental, Dinamarca controlaba todos los barcos que atravesaban el estrecho de Sund.
Dos días después, el 27 de julio, se levantó en eI Skagerrak una terrible tempestad. El silbido del viento entre las jarcias del Tetis, que tendrá ocasión de escuchar el asiduo a los teatros de ópera, impresionó a Wagner tan demoníacamente que, cuando vio aparecer y desaparecer en la oscuridad repentinamente a otro barco junto al Tetis, creyó haber visto el buque del Holandés errante. La leyenda, procedente de los marineros, adquirió ante él color y verosimilitud. Después, estalló el infierno y Wagner yació dos días mareado y aterrorizado en el estrecho camarote del capitán. El barco fue terriblemente sacudido, bramó la tempestad y la furia de las olas arrancó del bauprés a la ninfa. El Tetis había perdido su protector mascarón de proa.
El capitán Wulff se salvó a sí mismo y a su barco atracando el 29 de julio en un fiordo noruego. Se encontraban en Sandvigen, en Boröya, a diecisiete kilómetros al noroeste de Arendal, que se elevaba ante ellos. (Daland: «¡Es Sandwike! Conozco bien la ensenada»). La visión de las orillas rocosas, las aguas continuamente tranquilas, la barrera de los islotes y de escollos que quedaba a sus espaldas y lo concreto del horizonte llenaron a Wagner de una dichosa tranquilidad. El grito de la marinería rebotaba en las escarpadas paredes de granito y su corto ritmo se convertiría, en su próxima ópera, en el tema de la canción de los marineros, que ya aparece brillantemente en la obertura. En realidad, Wagner no comprendió el bajo alemán de este grito, pero sí consiguió retener sus valores rítmicos. Si se siguiera el grito de los marineros de Pillau (cada puerto tenía el suyo), entonces la primera línea de la «canción de los marineros» hubiera sido ésta: «¡Schunerseil-riet em daal!». Las tres primeras sílabas, cortas; las siguientes, largas. Lo que quiere decir en alto alemán: «jDe la goleta, las velas, abajo!». Abajo con ellas; hemos llegado.
Tras los peligros pasados, se celebró una simpática fiesta en el molino de Sleibrevig y el 31 de julio el Tetis dejó Sandvigen, o al menos lo intentó, pues no habían concluido las desdichas: al partir el velero chocó, pese al práctico, con un escollo invisible y el capitán dio marcha atrás, temeroso de haber sufrido algún daño. De nuevo, echó anclas el Tetis y el capitán invitó a Wagner a acompañarle con dos marineros en un bote hasta la próxima Trommsond. Mientras el capitán trataba con las autoridades portuarias sobre la revisión de su barco, Wagner vivió en las cenagosas planicies, paseando por ellas, la inmensa soledad del paisaje de los fiordos, su negra desnudez vegetal y su sombría melancolía, que se perdía insensiblemente en un horizonte cubierto de nubes grises: rocosas elevaciones del nórdico Walhalla. Cuando regresó de noche con el bote encontró a Minna casi muerta de angustia.
Por fin, el 1 de agosto, fue posible reemprender el viaje por el mar del Norte. El 4 de agosto, un domingo, se levantó fuerte viento norte, que impulsó al velero ligero hacia delante; pero dos días después el viento giró peligrosamente y violentas ráfagas acometieron al barco de proa. Este estruendoso infierno que se abatió sobre el navío superó en horror a todo lo precedente y duró tres días. Hacia las dos y media de la tarde del miércoles, es decir, del segundo día, estalló una violenta tormenta; ráfagas de viento y de agua llevaron al velero de un lado para otro, lo levantaron por encima de las olas y lo hicieron precipitarse a lo más hondo de su seno; Minna y Richard creyeron que había sonado su última hora. Se prepararon para la muerte y Minna le rogó que se ataran con sus pañuelos para perecer así juntos. Ya hacía tiempo que los marineros les miraban sombríamente, pues creían que eran la causa de todos sus males. La tempestad se prolongó hasta el 8 de agosto. El capitán había perdido el rumbo, se mantuvo a pocas millas de otro velero que le precedía y que había avistado con el catalejo. Con el tiempo justo, descubrió que aquel barco estaba embarrancado en un bajío holandés y el Tetis viró completamente.
El 9 de agosto se hallaron por fin frente a Southwould, en la costa inglesa, y un tranquilizador y canoso práctico inglés subió a bordo e introdujo en el ánimo de Wagner «un bonancible sentimiento religioso» de alivio. Pero se trataba de algo prematuro, pues al día siguiente volvió a cambiar el tiempo, sopló una tormenta del Oeste y el Tetis tuvo que buscar paso entre los bancos de arena de la costa inglesa, maniobrando peligrosamente. En la noche del 11 al 12 de agosto, fueron superadas todas las dificultades. Tras algo más de 1.000 millas en un viaje de 24 días, de los cuales 20 fueron de navegación, el velero consiguió echar anclas en la desembocadura del Támesis, en Gravesend; estaba algo averiado, pero la avena y los guisantes seguían felizmente a bordo.
Wagner tenía bastante. Éste fue su último viaje en barco de vela. Transbordó a uno de esos modernos vapores que acababan de ser incorporados al tráfico y desembarcó en el puerto de Londres. Pero antes del cierre de las puertas, él, Minna y Robber llegaron a la “Taberna de la Herradura”, para pasar la noche. A la mañana siguiente, se mudó a una casa de huéspedes, llamada «King’s Arms», que un judío polaco jorobado había hallado en la «Old Comptenstreet» en el “West End” londinense. Se las prometieron felices con un sueño largo y reparador, pero, mareados todavía, les pareció que la cama se hundía en los abismos, que subía después, y se apoderó de ellos la desesperación.
Durante los ocho días siguientes, se repusieron y disfrutaron sorprendidos de una metrópoli como nunca habían visto hasta entonces. Londres llevaba un adelanto de decenios frente a todas las capitales del continente, e imponía la presencia de su historia y tradiciones. Wagner intentó encontrar al director de la Sociedad Filarmónica, Sir John Smart, y al escritor y diputado Edvard Bulwer-Lytton, pero ambos estaban fuera de Londres. En esta pesquisa, fue a parar a la Cámara de los Lores, e inesperadamente fue testigo de una sesión parlamentaria: vio y oyó hablar al premier inglés, el liberal William Lamb, vizconde de Melbourne; después a Lord Brougham e incluso al duque de Wellington. Alcanzó así a ver al vencedor de la Batalla de Vitoria, al hombre que en unión de Blücher había decidido también la de Waterloo.
En la abadía de Westminster, permaneció Wagner en el «rincón de los poetas», sumido en sus pensamientos ante el monumento a Shakespeare, hasta que Minna le tiró de la levita. Al subir al “Dreadnought”, el histórico barco de guerra atracado en el Támesis en recuerdo de la victoria de Nelson en Trafalgar, se le escurrió a Wagner, y fue a parar al agua, una valiosa tabaquera de rapé que le había regalado la Schröder-Devrient.
El 20 de agosto, Wagner, Minna y Robber abandonaron la capital del Imperio y cruzaron con el vapor el Canal de la Mancha. Durante la travesía, una tal señora Manson puso en su conocimiento que el gran maestro de la ópera Giacomo Meyerbeer se encontraba a la sazón en Boulogne-sur-mer. La señora le dio además una carta de presentación y Wagner decidió no continuar inmediatamente a París, sino quedarse algún tiempo en Boulogne y terminar allí el segundo acto de Rienzi. El mismo día de la llegada a Boulogne se lanzó Wagner a recorrer la región y alquiló un par de habitaciones en una casa, «El pequeño caporal», que pertenecía a un comerciante de vinos y distaba de la ciudad media hora. Aquí comenzó inmediatamente los trabajos en la orquestación y preparó su visita a Meyerbeer.
Meyerbeer, que acababa de celebrar su 48 cumpleaños y podía envanecerse de los grandes y provechosos éxitos de sus óperas Roberto el diablo y Los Hugonotes, recibió al joven compositor de la manera más amable y acogedora y dejó que le leyera todo el Rienzi, Wagner quedó gratamente impresionado por la expresiva fisonomía del compositor berlinés. Meyerbeer examinó la partitura de los primeros dos actos de Rienzi, que había quedado concluida el 12 de septiembre, alabó repetidamente la limpieza y finura del manuscito, en lo que dijo se reconocía al sajón, y prometió que escribiría cartas de recomendación a la dirección de la Gran Opera de París. Presentó después a su huésped al compositor Ignaz Moscheles y a la pianista Marie Leopoldine Blahedka, que se encontraban en Boulogne, e invitó a Wagner a sus veladas. Introducido de esta manera en el círculo de aquellas celebridades musicales. aumentaron las esperanzas que tenía puestas Wagner en París y olvidó en seguida los peligros y fatigas pasados. Rogó al prometido de su hermana Cäcilie, Eduard Avenarius, director de la sucursal en París de la editorial Brockhaus, que se ocupase de buscarle alojamiento, y el 16 de septiembre partió en la mejor disposición de ánimo para la capital con la diligencia, un coche rápido de la posta francesa.
Cuando el 17 de septiembre, un martes, vio extenderse ante sí París, imaginó próxima la meta de su vida, la fama y la realización de sus sueños. Debía seguir la más completa decepción.