Cada tarde, tras abandonar mi despacho en la Universidad y volver a casa, los perros me recibían dando saltos y cabriolas, y moviendo la cola compulsivamente. Es decir: haciéndome una fiesta. Aunque jamás me ha dejado de sorprender el vínculo que han establecido conmigo esas criaturas sin razón, lo que me parece excepcional es que ese ritual se repita continuamente y más o menos de la misma manera.
Por aquel entonces, yo andaba desarrollando mi teoría sobre cómo recuperar la verdad y el fundamento de la expresión artística cuando, jugando con los canes en la ribera del Neckar, me sobrevino la clave. Cada vez que blandía un palo, los cuatro cánidos tomaban idénticas posturas corporales y expresivas, esperando a que lo lanzase. Realizado el movimiento, salían a la caza del juguete orgánico en una competición donde ganaba el más atento y rápido. El juego, siempre el mismo pero al mismo tiempo distinto cada vez, se podía repetir en su esencia hasta la saciedad: como la fiesta. Ambos conceptos tenían la misma estructura y el mismo significado: el aspecto comunicativo, participativo y de celebración. Sin los participantes, ni la fiesta ni el juego tienen sentido, pues solo jugando y festejando -y también observando- ambas entidades se hacen reales.
De vuelta a casa, retomé mis textos sobre arte y enhebré mis nuevos hallazgos. Hay en el arte, como en el juego o la fiesta, un elemento de comprensión que solo se adquiere en relación con los demás. Una verdad común a los tres elementos y a todo el complejo psicológico y experiencial que es la existencia: que la vida no es una acumulación de “ahoras” de un reloj, sino la experiencia plena de estar viviendo cada instante.
Desde ese día, cada vez que llego a casa y veo la fiesta que me montan los canes, siento envidia porque solo ellos parecen tener la clave del significado hermenéutico de la existencia. Por eso, cada vez más, procuro imitarles.