Perros en las Almas Muertas de Gogol (I)
Chichikov es un sinvergüenza, un demonio menor (en realidad, un pobre diablo), que recorre Rusia en una brichka, un cochecito tirado por caballos, visitando a terratenientes de todo pelo, con el errático propósito de convertirse en uno de ellos, pero sólo sobre el papel. Ha ideado una artimaña, que considera perfecta: comprarles a aquellos los siervos (almas) que se les han muerto pero que aún no constan como tales en el registro del gobierno zarista. Con el trato, los terratenientes no habrán de seguir pagando los impuestos debidos por la posesión de esos campesinos – que siguen figurando como vivos – y el granuja de nuestro protagonista podrá seguir acrecentando su imaginario poderío como potentado.
Las visitas a las haciendas de esos magnates rurales se convertirán en la descripción más descarnada y arrasadora de la nobleza rural rusa del siglo XIX. Sólo el despiste de la censura permitió que la primera parte de Almas Muertas se publicase, dando con ello origen a la gran tradición novelística, que alcanzará sus cumbres en Dostoyevskii y Tolstoi.
Si uno visita la formidable edición crítica publicada en Vía Láctea (Akal) o cualquiera de las otras ediciones, podrá descubrir muy pronto cómo los caminos y las explotaciones de la Rusia de la época estaban llenas de perros. Perros, unas veces (las más) hambrientos, sucios y despreciados, que ladraban amenazadores a cualquiera que se acercara a las propiedades que custodiaban; pero, otras veces (las menos), perros apreciados e idolatrados, que despiertan las pasiones de algunos de los protagonistas.
La existencia perruna se antoja difícil y desagradable y, demasiadas veces, “perro” sirve como moneda de cambio para definir lo peor del carácter humano. El sumun de esta circunstancia se encarna en el personaje del terrateniente Sobakievich, cuyo propio patronímico procede de la palabra rusa sobaka (perro), lo que califica claramente su carácter, y – sin embargo – se pasa el día llamando “perros” a otros actores de la novela.
La lectura de Almas Muertas nos permite, por tanto, de forma muy plástica, ver el papel exacto de los perros en la sociedad rural rusa de la primera mitad del siglo XIX. Desde Cat&Dog Tank, aprovechamos para recomendar su lectura, como una de las más descacharrantes de toda la literatura clásica universal. A continuación, dejaremos un par de posts con pasajes caninos de la misma: el primero, procedente de la visita a la terrateniente Korobochka y el segundo correspondiente al encuentro con el terrateniente Nosdriov. ¡Que los disfruten!
(i)
El portón se abrió. Una lucecita apareció un instante también en otra ventana. La brichka, entrando en el patio, se detuvo ante una pequeña casita que resultaba difícil de percibir a causa de la oscuridad. Sólo una mitad de la misma aparecía iluminada con la luz que salía de la ventana; aún se veía un charco delante de la casa, sobre el que pegaba la misma luz. La lluvia golpeaba ruidosamente sobre el tejado de madera y discurría en arroyos susurrantes hacia un tonel que se había puesto debajo. Entretanto, los perros ladraban en todas las voces posibles: uno, con la cabeza echada hacia arriba, cantaba con tanta monotonía y tanto esfuerzo como si por ello recibiera sabrá Dios qué sueldo; otro lo hacía a toda prisa como un sacristán; entre ellos, sonaba como la campanilla de un cartero, una soprano inquieta, seguramente un joven cachorro, y todo esto, por fin, lo remataba el bajo, quizá viejo, dotado de una fuerte naturaleza perruna, porque roncaba igual que ronca el contrabajo del coro cuando el concierto está en su pleno apogeo: el tenor se pone de puntillas por el fuerte deseo de elevar la nota superior y todo el conjunto se esfuerza en elevarse, echando la cabeza hacia atrás; y él, solo, encajando el mentón sin afeitar en la corbata, se inclina un momento y baja casi hasta tocar la tierra, dejando salir desde allí su nota, que hace temblar y tintinear los cristales. Ya por el solo ladrido de los perros, ofrecido por tantos intérpretes, podía suponerse que el caserío era bastante grande; no obstante, nuestro empapado y aterido héroe ni reparó en ello, sólo pensaba en las sábanas y mantas de una cama.