Orator, el anciano can de Marco Tulio Cicerón

«Dum spiro spero» (Mientras respiro, espero)

Se han sucedido ya tres mil lunas con sus tres mil soles en su ciclicidad imparable, y sigo aquí, a sus pies. Dice Cicerón que ambos somos ancianos, estado que no entiendo pero que, al parecer, nos hace miserables a los ojos de algunos (deduzco que se refiere al soberbio de Marco Antonio y sus seguidores). Me ha confesado que estos mismos humanos argumentan tal afirmación en cuatro ideas con las que él no comulga:

  1. La vejez nos aparta de la vida social. Como hombre prudente que es, Cicerón sigue siendo consultado por todos, se sigue relacionando con los demás mediante palabras y gestos, e incluso dicen de él que es un sabio. Yo mismo continúo husmeando a los humanos, ladrando con los canes que acuden a mí, y aprendiendo de todas las especies. Tal vez, yo también sea un sabio.
  2. Las enfermedades del cuerpo. Aunque a ambos nos falte el vigor de unas lunas atrás, no dejamos de actuar en relación a nuestras fuerzas. Paseamos cada día, comemos y bebemos con moderación, y nos esforzamos por darnos el máximo el uno al otro. Además, sigo jugando con los canes de los otros cónsules y bañándome en los mares de Cilicia con la misma alegría.
  3. La privación de lo placentero. Cicerón admite que el mayor de los placeres es el intelectual y quizá por ello no ha dejado de conversar y escribir en los últimos años. En mi caso, me sigo deleitando ávidamente con los sabores y olores del mundo, con la compañía de los otros seres y con la tranquilidad de mi plácida existencia.
  4. Tener cerca la muerte. Sostiene Cicerón que la proximidad de la muerte le hace vivir una vida más dichosa y sosegada -objetivo de la filosofía-; y que, si alguien quiere ser anciano mucho tiempo, debe hacerse viejo pronto. Ignoro qué es la muerte, porque mi filosofía es estar contento con lo que tengo, que es la vida.

Cicerón acaba de abandonar su asiento para otear la bóveda iluminada donde luce la luna. Exhausto, intento levantarme tras él, pero las patas traseras me fallan. Me mira de reojo y huelo el miedo en su piel. Entonces recuerdo aquellas palabras que me citó una vez «Donde quiera que se esté bien, allí está la patria»; y entiendo que la mía está en mi vejez con él: Dum spiro spero.

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