Un pensador al lado de los animales
Michel de Montaigne, el célebre ensayista francés del siglo XVI, ofreció una perspectiva única y revolucionaria sobre la relación entre humanos y animales, particularmente a través de sus observaciones sobre gatos y perros. En su famoso ensayo «Apología de Raymond Sebond», tal y como ya se apuntó en estas páginas hace un tiempo, Montaigne planteó una de sus reflexiones más memorables: «Cuando juego con mi gata, ¿quién sabe si ella no me usa como entretenimiento más de lo que yo la uso a ella?». Esta pregunta aparentemente simple encierra una profunda reflexión sobre la naturaleza de la consciencia animal y los límites del entendimiento humano.
Pues bien, Montaigne también escribió extensamente sobre la comunicación con los perros, señalando que entre humanos y animales existe un verdadero diálogo. El pensador francés observó cómo los perros cuentan con diferentes tipos de ladridos y cómo los humanos adaptamos nuestro lenguaje según el animal con el que interactuamos. Su perspectiva resulta absolutamente revolucionaria para su época, ya que cuestionaba la supuesta superioridad humana sobre los animales. Montaigne argumentaba que los animales a menudo superan a los humanos en habilidades e ingenio, y que nuestra incapacidad para entenderlos completamente no implica su inferioridad. Esta visión lo posiciona como uno de los primeros pensadores en considerar seriamente la inteligencia y la consciencia animal.
En esta ocasión, traemos hasta Cat&Dog Tank un fragmento de este autor, que ilustra, a la perfección su sensibilidad con los perros. Lo mantenemos completo, también con sus reflexiones sobre el comportamiento de otros animales, no sólo para mantener intacta la belleza y la potencia del desarrollo, sino también para que pueda percibirse, en toda su amplitud, la modernísima lectura que tiene Montaigne sobre la sensibilidad y la grandeza de todas las especies.
“¿Por qué aseguramos que sólo el hombre dispone de conocimiento y de ciencia, que se sirve de uno y otro para discernir de las cosas que le son útiles o dañosas para la conservación de su salud o para la curación de sus enfermedades, y que sólo a la especie humana es dado conocer las virtudes del ruibarbo o del polipodio? Cuando vemos que las cabras de Candia, después de haber recibido alguna herida, eligen entre mil y mil hierbas el fresnillo para su curación; cuando la tortuga se come la víbora, busca al punto el orégano para purgarse; al dragón limpiarse y aclararse los ojos con el hinojo; a la cigüeña echarse lavativas con agua de la playa; a los elefantes, no sólo arrancarse las flechas de su propio cuerpo y extraerlas del de sus compañeros, sino también de sus amos, de lo cual da testimonio el del rey Poro, a quien venció Alejandro. Los dardos y venablos que recibieran en el combate se los quitan con destreza tal, que nosotros no acertaríamos a hacerlo con igual suavidad. ¿Por qué, pues, no decir igualmente que tales artes son hijas también de ciencia y discernimiento? Alegar, para deprimirlas, que obedecen sólo a maestría natural, no es despojarlas de aquellos dictados, es, por el contrario, dotar a los animales de mayor suma de razón que la que nosotros tenemos, puesto que, sin aprendizaje, disponen de tan singular destreza. El filósofo Crisipo, que no favorecía mucho las cualidades de inteligencia de los animales, menos que ningún otro filósofo, considerando los movimientos del perro que ha perdido a su amo o persigue cualquier presa, y se encuentra en una encrucijada a la cual concurren tres caminos diferentes, y al ver que el animal olfatea un camino y luego otro, y después de haberse asegurado de ambos sin encontrar las huellas que busca, se lanza por el tercero sin titubear, no puede menos de confesar que ese perro raciocina del modo siguiente: «He seguido la huella de mi amo hasta esta encrucijada, necesariamente ha debido partir después por uno de estos tres caminos, y como no pasó por éste ni por el otro, preciso es que haya tomado el de más allá.» Asegurándose el can, sigue diciendo el filósofo, en la conclusión a que su argumento le lleva, ya no se sirve de su olfato para examinar el tercer camino, ni para nada lo sondea, sino que se deja llevar por la fuerza de su razón. Ese rasgo, puramente dialéctico, ese uso de proposiciones divididas y conjuntas, en que no se echa de menos la enumeración suficiente de las partes, ¿no vale tanto que el perro lo conozca por sí mismo como por la doctrina del sabio Trebizonda?
Sin embargo, los animales tampoco son incapaces de recibir la instrucción humana; enseñamos a hablar a los mirlos, cuervos y loritos. Esta facilidad que en ellos reconocemos de suministrarnos su voz cadenciosa, testifica que esos pájaros están dotados de raciocinio, el cual les hace capaces de disciplina y voluntad para aprender a emitir sonidos articulados. A todos nos admira el ver la diversidad de monadas como los titiriteros enseñan a sus perros; las danzas en que no dejan de ejecutar ni una sola cadencia del son que escuchan, tantos movimientos y saltos como ejecutan a la voz que se les dirige. Todavía contemplo yo con admiración mayor los perros que sirven de guía a los ciegos, lo mismo en los campos que en las ciudades; ved cómo se detienen en determinadas puertas donde acostumbran a dar limosna a sus amos, cómo evitan el encuentro con toda suerte de vehículos al atravesar los sitios en que a primera vista parece haber lugar suficiente para pasar. Yo he visto a un perro que acompañaba a un ciego a lo largo de un foso, abandonar un sendero cómodo y tomar otro camino peor para apartar a su amo del peligro. ¿Cómo se había hecho comprender a aquel animal que su misión era solamente la de mirar por la seguridad de su amo, haciendo caso omiso de su comodidad por servirle? ¿Por qué medio había conocido que tal ruta, suficientemente espaciosa para él, no lo sería para un ciego? ¿Puede todo esto comprenderse sin raciocinio ni discernimiento?
No hay que olvidar tampoco el perro que Plutarco cuenta haber visto en Roma en el teatro de Marcelo, hallándose en compañía del emperador Vespasiano, el padre. Ese perro pertenecía a un titiritero, que era también actor, y el animal tomaba parte en las representaciones como su amo. Entre otras cosas, era preciso que hiciera el muerto durante algunos minutos, a causa de haber comido cierta droga: después de tragado el pan con que se simulaba el veneno, comenzaba a tiritar y a temblar como si estuviera aturdido; finalmente, se dejaba caer redondo, como sin vida, y consentía que le arrastrasen de un lugar a otro, conforme el argumento de la obra lo exigía; luego, cuando echaba de ver que la oportunidad era llegada, empezaba primero a moverse, cual si despertara de un sueño profundo, y levantando la cabeza miraba a todos lados de un modo que dejaba pasmados a todos los asistentes.
Los bueyes que trabajaban en los jardines reales de Susa, hacían dar vueltas a enormes ruedas para elevar el agua; a esas ruedas estaban sujetos los alcahuciles (muchas máquinas semejantes se ven en el Languedoc). Habíaseles enseñado a dar cien vueltas cada día, y tan hechos estaban que no fueran más ni menos, que no había medio humano de hacerles dar una más. Cuando llegaban a la ciento se detenían instantáneamente. El hombre necesita encontrarse en la adolescencia para saber contar hasta ciento, y las naciones recientemente descubiertas no tienen idea alguna de la numeración.
Mayor fuerza de raciocinio supone dar instrucción a otro que recibiría; de suerte que, dejando a un lado lo que Demócrito asegura y prueba de que la mayor parte de las artes las hemos recibido de los animales, como por ejemplo: el tejer y el coser, de la araña; el edificar, de la golondrina; la música, del cisne y del ruiseñor, y de la imitación de otros animales aprendimos la medicina, Aristóteles afirma que los ruiseñores enseñan el canto a sus pequeñuelos, empleando para ello tiempo y desvelos, por donde se explica que los que nosotros enjaulamos pierden mucho en la gracia de su canto, porque no aprendieron con sus padres. De aquí podemos deducir que esos pajarillos realzan su habilidad con el estudio y la disciplina, y aun entre los que vuelan en libertad no hay dos cuyo canto sea idéntico: cada uno aprovechó la lección conforme a su capacidad. Por la rivalidad del aprendizaje entran en lucha los unos con los otros, con ímpetu y arrojo tales, que a veces el vencido fenece falto de aliento, del cual se priva antes que de la voz. Los más jovenzuelos rumian pensativos y se esfuerzan en imitar algún fragmento del canto; oye el discípulo la lección de su preceptor y la repite con el mayor esmero; los unos permanecen mudos mientras los otros cantan y todos atienden a la corrección de los defectos, y a veces sienten los resultados de las reprensiones del maestro. Arriano cuenta haber visto un elefante de cuyos muslos pendían dos címbalos y otro sujeto a la trompa; al son de los tres, sus compañeros danzaban en derredor del músico, agachándose o levantándose, según las cadencias que la orquesta marcaba, y cuya armonía era gratísima. En las diversiones públicas de Roma se veían ordinariamente elefantes adiestrados en el movimiento y la danza, que ejecutaban al son de la voz; veíaseles también bailar en parejas adoptando posturas caprichosas, muy, difíciles de aprender. Otros había que ensayaban su lección y que se ejercitaban solos para recordarla y no ser castigados por el maestro.
La historia de la urraca, de que nos habla y da fe Plutarco, merece también particular mención. Teníala un barbero, en Roma, en su establecimiento, y el animalito hacía maravillas imitando cuantos sonidos oía. Ocurrió que, en una ocasión, se detuvieron frente a la tienda unos trompeteros que tocaron largo tiempo; después de haberlos oído, todo el día siguiente la urraca permaneció pensativa, muda y melancólica, de lo cual todo el mundo estaba maravillado, pensando que el sonido de las trompetas la habría aturdido, y que, con su oído, su canto hubiera quedado extinto; pero al fin descubrieron que, en realidad, la urraca estaba sumida en profundas meditaciones, abstraída en sí misma, ejercitando su espíritu y preparando su voz para imitar la música de aquellos instrumentos; así que lo primero que hizo después de su silencio, fue remedar perfectamente el toque de las trompetas con todos sus altos y bajos, y vencido ya el nuevo aprendizaje, desdeñó como insignificantes sus habilidades anteriores.
Tampoco quiero dejarme en el tintero el caso de un perro que Plutarco dice haber visto (y bien advierto que no procedo con mucho orden en mis ejemplos, pero téngase en cuenta que lo mismo hago en todo mi libro). Hallábase Plutarco en un navío y se fijó en un perro que hacía grandes esfuerzos por beber el aceite que estaba en el fondo de una vasija, donde no podía alcanzar con su lengua a causa de la angostura de la boca del cacharro; el can se procuró piedras que metió dentro de la vasija hasta que el líquido rebosó, y pudo con toda comodidad tenerlo a su alcance.”