A ambos lados de la valla. Anatomía de un encuentro canino.
Pocos observadores de la realidad canina más geniales que Thomas Mann
“¡Alma admirable! Tan allegada y no obstante tan extraña, tan distante, tan diferente en algunos aspectos que nuestra palabra resulta incapaz de corresponder a su lógica. ¿Cómo explicar, por ejemplo, el proceso que tiene lugar, temible, enervante en sus detalles y ceremonias, tanto para los actores como para los espectadores, cuando dos perros se encuentran, traban conocimiento o simplemente se limitan a observarse mutuamente? Cien veces mis correrías con Bauschan me hicieron testigo de semejantes encuentros, o mejor diré: me forzaron a ser testigo angustiado; y cada vez, mientras duró la escena, me resultó incomprensible su conducta, tan diáfana siempre; me fue imposible penetrar en los sentimientos, las leyes, las costumbres ancestrales que hay en el fondo de esta actuación. De hecho, el encuentro al aire libre de dos perros que no se conocen constituye uno de los espectáculos más penosos, excitantes y fatales que cabe imaginar, pues tiene algo de demoníaco y singular. En él, impera una sujeción para la cual no existe nombre determinado; no pueden pasar de largo, es una situación terriblemente desconcertante.
Y no hablo ya del caso en que una de las partes se halle encerrada en su hacienda, tras una valla: tampoco entonces es posible darse cuenta del estado de ánimo de los dos; pero, comparativamente, la cosa es menos dificultosa. Se olfatean mutuamente desde gran distancia y de pronto Bauschan se me acerca, como en demanda de protección, dejando oír un gimoteo expresivo de un apuro y pena imposibles de describir con palabras, mientras el forastero, el recluido, empieza a ladrar furiosamente, con lo que finge tener un carácter de enérgica vigilancia, aunque de vez en cuando resuenan entre sus alaridos unos gemidos muy parecidos a los de Bauschan, una especie de gemido angustioso, un celoso lagrimeo, un grito de apuro. Nos acercamos al lugar, llegamos a él. El perro desconocido nos ha aguardado detrás del vallado, allí está echando pestes y deplorando su impotencia, pegando rabiosos saltos para franquear el muro y dando trazas – ¡cualquiera sabe hasta qué punto va ello en serio! – de despedazar a Bauschan si llega a alcanzarlo. Y, a pesar de esto, Bauschan, que podría continuar a mi lado y pasar de largo, se acerca al vallado; se ve forzado a hacerlo, lo haría aun contra mi orden expresa; si no lo hiciera, vulneraría leyes innatas mucho más profundamente arraigadas e invulnerables que mi prohibición. Se acerca, pues, e inicia con aire humilde y quietamente reservado aquella acción propiciatoria con la cual, como muy bien sabe, se logra siempre un cierto aquietamiento y pasajera reconciliación del otro, si éste, por su parte, efectúa otro tanto desde el lado opuesto, aunque sin cesar en sus denuestos y lloriqueos en voz baja. A continuación, emprenden ambos una furibunda persecución a lo largo del vallado, uno de la parte de acá, el otro de la parte de allá, mudos y siempre juntos. Dan media vuelta simultáneamente al llegar al extremo de la cerca para lanzarse con furia en dirección contraria y volverse, y nuevamente echar a correr. De pronto, al llegar al centro, se quedan parados, como clavados al suelo, pero no paralelamente al muro, sino perpendicularmente a él, tocándose con sus narices. Así permanecen un buen rato para, tras él, reanudar su extraña e inútil carrera, hombro a hombro, a uno y otro lado de la valla. Finalmente, el mío, haciendo uso de su libertad, se aleja. ¡Éste sí que es un instante espantoso para el prisionero! No lo soporta, ve una vileza inaudita en el hecho de que al otro se le ocurra marcharse tan tranquilamente; se enfurece, echa espuma por la boca, se comporta como loco de rabia, reanuda su embravecida carrera de un extremo a otro de su prisión, amenaza con saltar el muro para degollar al traidor y le persigue con los insultos más soeces. Bauschan oye todo aquello y se siente muy afectado, como lo demuestra su aire quieto y perplejo; pero no se vuelve, sino que se aleja a un ligero trote, mientras, a nuestra espalda, las atroces imprecaciones van trocándose de nuevo y poco a poco en gimoteos y extinguiéndose.”
(Extraído de Thomas Mann, Señor y Perro. Tonio Kröger. Tristan, Edhasa, Barcelona, 1994. Trad. de Oliver Strunk).