Un gatito en el infierno de Stalingrado

Vasili Grossman
Vasili Grossman

La monumental novela “Vida y Destino” de Vasili Grossman tiene también un espacio en el que incluir a gatos y perros.

 A menudo, se compara la monumental novela Vida y Destino con Guerra y Paz de Tolstoi; y no es para menos. El contexto de la terrible batalla de Stalingrado le sirve a Vasili Grossman (1905-1964) para erigir un fresco que denuncia la inhumanidad de los totalitarismos, que le costó el secuestro de su obra por parte de las autoridades soviéticas y una vida del todo azarosa a su novela, que sólo pudo salir de la URSS de forma clandestina, para ser publicada en Suiza en 1980.

El paso, a la vez, ardiente y reflexivo, de esta extraordinaria obra no podía dejar de lado un instante en el que perros y gatos pasasen al primer plano de la prosa. El episodio del gatito que acaba en las manos de Katia, la radiotelegrafista de la casa 6/1, inmueble en ruinas que detiene por sí solo el avance alemán, es tan sólo una muestra de la sensibilidad del autor hacia los animales en general y hacia los gatos, en particular.

Klímov se arrastró entre las ruinas por senderos que sólo él conocía, pero en el lugar donde se encontraba la cueva, de noche, un bombardeo soviético lo había destruido todo: no había ni rastro de la abuela, la nieta, la cabra, ni de sus camisas y calzoncillos. Sólo descubrió, entre los troncos partidos y los trozos de estucado, un gatito sucio. El pequeño felino se hallaba en un estado deplorable, pero no pedía nada, no se quejaba, tal vez pensaba que la vida sobre la tierra consistía en eso: estruendo, hambre, fuego.

Klímov no se explicaba por qué, de repente, se metió el gatito en el bolsillo.

A Katia le sorprendían las relaciones que había entre los hombres de la casa 6/1. En lugar de dar su informe en posición de firmes, como exige el reglamento, Klímov se había sentado al lado de Grékov y hablaban como dos viejos amigos. Klímov encendió su cigarrillo con el de Grékov.

Cuando acabó su relato, Klímov se acercó a Katia y dijo:

  • Así es, señorita. En este mundo pasan cosas terribles.

Al sentir su mirada dura y penetrante, Katia suspiró y se ruborizó.

Sacó del bolsillo el gatito y lo puso sobre un ladrillo al lado de Katia.

Aquel día una decena de hombres se le acercaron para hablarle de temas felinos, sin embargo, nadie hablaba del caso de la gitana, a pesar de que todos estaban impresionados. Los que deseaban mantener con ella una conversación sensible, con el corazón en la mano, adoptaban en cambio un tono burlón, grosero. Los que sencillamente querían pasar la noche con ella se le dirigían ceremoniosamente, con delicadeza almibarada.

El gatito no dejaba de temblar, con todo el cuerpo: evidentemente, estaba conmocionado por la explosión.

El viejo operador de mortero dijo frunciendo el ceño:

  • Mátalo y asunto resuelto. De él sólo sacarás pulgas.

El segundo operador de mortero, el voluntario Chentsov, apuesto y con la tez morena, aconsejó a Katia:

  • Tire esa porquería, señorita. Si al menos fuera siberiano…

El lúgubre Liájov, un zapador de labios finos y cara de perro, era el único que se interesaba realmente por el gato, indiferente a los encantos de la radiotelegrafista.

  • Una vez, cuando estábamos en las estepas – dijo a Katia –, algo me golpeó de repente. Pensé que era una bala perdida, pero era una liebre. Se quedó conmigo hasta la noche y, cuando todo se hubo calmado, se fue.

A continuación, añadió:

  • Usted es una señorita, pero al menos comprende: aquello es un 108 milímetros, ése es el sonido de un Vaniusha, aquello es un avión de reconocimiento sobrevolando el Volga. Mientras que la liebre, la estúpida, no entendía nada. No podía distinguir un mortero de un obús. Si los alemanes lanzan una bengala, la liebre se sobresalta. Pero ¿cómo haces para explicárselo? Eso es lo que me da pena de esos animales.

Katia, dándose cuenta de que su interlocutor hablaba en serio, le respondió con la misma seriedad:

  • No estoy de acuerdo del todo. Los perros, por ejemplo, entienden de aviación. Cuando estábamos acantonados en un pueblo, había un perro bastardo que se llamaba Kerzon, y si nuestros IL estaban volando, él se quedaba tumbado, sin levantar la cabeza siquiera. Pero en cuanto oía el ruido de los Junkers, Kerzon buscaba refugio. Nunca se equivocaba.

El aire se estremeció atravesado por un penetrante aullido: un Vaniusha alemán. Se oyó un estruendo metálico, y un humo negro se mezcló con el polvo sangriento de ladrillos y una lluvia estruendosa de cascotes. Un minuto después, cuando el polvo se posó en el suelo, la radiotelegrafista y Liájov retomaron la conversación como si fueran otras personas y no ellos los que acababan de caer al suelo. A Katia se le había contagiado la seguridad que irradiaban los hombres de la casa cercada. Parecía que estuvieran convencidos de que en aquella casa todo era frágil, quebradizo, también el hierro y la piedra; todos menos ellos.

Por encima de sus cabezas se oyó una ráfaga de ametralladora, y justo después una segunda.

Liájov dijo:

  • Esta primavera estábamos en los alrededores de Sviatogorsk y de pronto empezamos a oír silbidos por encima de nuestras cabezas, pero no las detonaciones. No comprendíamos nada. Después resultó que eran estorninos que habían aprendido a hacer el silbido de las balas… También nuestro comandante, que era teniente mayor, cayó en el error.
  • En casa me imaginaba que la guerra eran gatos corriendo, gritos de niños, todo alrededor en llamas… Al llegar a Stalingrado vi que realmente era así.

El siguiente hombre en acercarse a la radiotelegrafista fue el barbudo Zúbarev.

  • Y bien – preguntó con interés –, ¿cómo está nuestro jovencito con bigotes? – Levantó un extremo del trapo que cubría al gatito –. ¡Oh, pobre animal! ¡Qué débil está! – Dijo mientras los ojos le brillaban con insolencia.”