Sobre el enigmático gato del «Café de Arlés, de Paul Gauguin, 1888
Paul Gauguin pasaba una temporada en Arles junto a Vincent Van Gogh, hermano de su amigo y marchante, Theo Van Gogh, en lo que iba a ser uno de los encuentros más célebres entre artistas del arte moderno. En uno de los cuadros de aquel momento, Gauguin – con una paleta y un estilo que rozaba levemente los de su anfitrión – propuso un retrato de la vida bohemia en un café de provincias, lleno del misterio de la pintura que los dos proponían. La figura femenina en primer plano mira de reojo a lo que pasa atrás. No puede verlo, pero nos lo enseña. Una charla animada en segundo plano, nos descubre figuras de inspiración japonesa que aluden a la inspiración común de los artistas. Otra mesa, al lado, refleja los devastadores efectos de la absenta. Luego, el billar desierto, como un mar que separara las dos orillas de figuras, dando profundidad. Y, por fin, un gato. Un pequeño gato se acurruca junto a una de las patas del billar. Su calma, sus ojos seguramente cerrados, su pose a la vez relajada y atenta le convierten en un avatar del alma felina del propio autor, apoyado un momento esos días en un rincón no demasiado seguro y listo para saltar ágilmente hacia la libertad.1888. Paul Gauguin pasaba una temporada en Arles junto a Vincent Van Gogh, hermano de su amigo y marchante, Theo Van Gogh, en lo que iba a ser uno de los encuentros más célebres entre artistas del arte moderno.
En uno de los cuadros de aquel momento, Gauguin – con una paleta y un estilo que rozaba levemente los de su anfitrión – propuso un retrato de la vida bohemia en un café de provincias, lleno del misterio de la pintura que los dos proponían.
La figura femenina en primer plano mira de reojo a lo que pasa atrás. No puede verlo, pero nos lo enseña. Una charla animada en segundo plano, nos descubre figuras de inspiración japonesa que aluden a la inspiración común de los artistas. Otra mesa, al lado, refleja los devastadores efectos de la absenta. Luego, el billar desierto, como un mar que separara las dos orillas de figuras, dando profundidad. Y, por fin, un gato.
Un pequeño gato se acurruca junto a una de las patas del billar. Su calma, sus ojos
seguramente cerrados, su pose a la vez relajada y atenta le convierten en un avatar del alma felina del propio autor, apoyado un momento esos días en un rincón no demasiado seguro y listo para saltar ágilmente hacia la libertad.