La presencia cotidiana de los gatos, con frecuencia, hizo que estos fueran personajes de los cuentos populares.
Cat&Dog Tank trae el cuento de los hermanos Grimm “El pobre aprendiz de molinero y la gatita”, un relato de apariencia infantil con muchas alusiones eróticas, que habla de cómo, con perseverancia, cualquiera puede ver cumplidos sus sueños… más si se topa con una gatita inteligente, decidida, empoderada y que tiene las cosas muy claras. ¡Que lo disfrutéis!
El pobre aprendiz de molinero y la gatita
Érase una vez un viejo molinero que vivía en su molino y que no tenía ni mujer ni hijos. Para él, trabajaban tres mozos, que lo habían acompañado durante algunos años. Un día les dijo: «Soy viejo y me quiero empezar a sentar junto al horno. Salid y al que traiga a casa el mejor caballo, le daré el molino, en tanto en cuanto me cuide hasta mi muerte.»
El tercero de los mozos era el aprendiz, al que los otros tomaban por tonto y del que pensaban que no tenía ninguna oportunidad de quedarse con el molino. Resultaba además que él ni siquiera lo quería. Pero los tres partieron juntos y, cuando llegaron a la primera aldea, los dos mayores le dijeron al tonto Hans: «Tú tienes que quedarte aquí. Tú no vas a encontrar un caballo en tu vida.» Pero Hans decidió ir con ellos y cuando llegó la noche, llegaron a una cueva, en cuyo interior se tendieron para dormir. Los dos listos esperaron hasta que Hans se quedó dormido. Entonces, se levantaron y siguieron el camino y dejaron al pequeño Hans allí echado, pensando que lo habían hecho a la perfección. Pero ¡no os va a ir tan bien!
Cuando salió el sol y Hans se despertó, estaba tendido en una gran cueva. Miró alrededor y gritó: «¡Oh, Dios! ¿Dónde estoy?» Se levantó y se fue andando a gatas hasta la salida de la cueva y se marchó al bosque, pensando: «Estoy totalmente solo y abandonado, ¿cómo llegaré a encontrar un caballo?»
Mientras pensaba esto, se encontró con una pequeña gatita de colores, pero que le dijo muy amable: «¿Adónde vas, Hans?»
«¡Ay! Tú no puedes ayudarme.»
«Yo sé muy bien lo que deseas.» dijo la gatita, «Tú quieres un caballo hermoso. Ven conmigo y sé durante siete años mi fiel siervo, y entonces te daré el más hermoso que hayas visto en tu vida.»
«¡Pues sí que es ésta una gata peculiar!» pensó Hans. «Quiero ver si lo que dice es verdad.»
La gata lo llevó a su castillo encantado y allí tenía muchos gatitos que la servían. Saltaban ágilmente escalera arriba y abajo y estaban alegres y contentos. Por la tarde, cuando se sentaron a la mesa, tres hubieron de hacer música: uno rasgueó el bajo; el otro, el violín; y el tercero se pegó la trompeta a los labios, hinchó los carrillos y sopló tanto como pudo. Cuando hubieron acabado de comer, la mesa fue recogida y la gatita dijo: «Ahora ven, Hans, y baila conmigo.»
«No.» respondió él. «Yo no bailo con gatos. Nunca lo he hecho.»
«Llevadlo a su cama.» dijo ella a sus sirvientes gatos. Uno de ellos iluminó su camino hasta el dormitorio. Otro le quitó los zapatos; un tercero le quitó sus medias y un cuarto apagó la luz de un soplido.
A la mañana siguiente, volvieron y le ayudaron a salir de la cama: uno le puso las medias, otro le llevó las ligas, otro le trajo los zapatos, un tercero lavó su cara y un cuarto usó su cola para secarle la cara: «Esto sí que es suave de verdad.» dijo Hans.
Él también tuvo que servirle a la gata y todos los días tenía que hacer leña. Para ello, cogía un hacha de plata y las cuñas y la sierra, también de plata, y la maza de cobre. Ahora era eso lo que hacía el pequeño, luego se quedaba en casa y tenía buena comida y buena bebida, pero no veía a nadie más que a la gatita multicolor y a su servidumbre. Una vez, ella le dijo: «ve, siega el prado y pon a secar la hierba.» Y le dio una guadaña de plata y una piedra de afilar de oro y le dijo que, cuando acabara, los devolviera en perfecto estado. Hans fue allá e hizo lo que le había dicho. Una vez cumplido el trabajo, trajo la guadaña, la piedra de afilar y el heno a casa y preguntó si ella aún no quería darle su recompensa.
«No,» dijo la gatita, «aún tienes que hacerme una tarea del estilo. Ahí tienes tablas de plata, un hacha de carpintero, un perfil angular y todo lo necesario, todo de plata, para que me construyas una pequeña casita.» Hans construyó la casita y, cuando estuvo lista, dijo que ya la había terminado y aún no tenía caballo. Los siete años habían pasado tan rápido como si sólo hubiera sido medio. La gatita le preguntó si quería ver sus caballos.
«Sí.» dijo Hans. Y la gatita abrió la puerta de la casita y, en cuanto lo hizo, allí había doce caballos, ay, cada uno más orgulloso que el anterior, que brillaban y relucían de tal modo que el corazón se le alegró enormemente. Entonces ella le dio de comer y de beber y le dijo: «Vete a casa, no voy a darte tu caballo todavía, te lo llevaré yo en tres días.»
Hans se puso en marcha y ella le mostró el camino hacia el molino. Pero como ella no le había dado, en ningún momento, ropa nueva, él había tenido que conservar la vieja chaqueta harapienta que había traído puesta y que, en siete años, le había quedado demasiado pequeña. Cuando llegó a casa, los otros dos mozos seguían allí. Cada uno de ellos había traído un caballo, pero uno estaba ciego y el otro, cojo. Ellos le preguntaron: «Hans, ¿dónde está tu caballo?»
«Me lo traerán en tres días.» respondió él.
Ellos se echaron a reír y dijeron: «¿Y de dónde vas a sacar el caballo, Hans? ¡Eso sí que va a ser bueno!»
Hans se fue al salón, pero el molinero le dijo que no se sentara a la mesa, porque estaba todo desharrapado y andrajoso, y que, si alguien venía y lo veía, se moriría de la vergüenza. Así que le dieron de comer algo fuera y, cuando se fueron a dormir por la noche, los otros no quisieron dejarle ninguna cama y, finalmente, hubo de arrastrarse al pequeño establo de los gansos y echarse sobre un poco de paja dura. Por la mañana, cuando se levantó ya habían pasado los tres días y vino un carruaje tirado por seis caballos, que refulgían que daba gusto verlos y un criado que llevaba aún un séptimo caballo que era para el pobre mozo del molino. Del coche salió una princesa maravillosa, que se metió en el molino. La princesa era la pequeña gatita multicolor a la que el pobre Hans había servido durante siete años.
Ella le preguntó al molinero dónde estaba su aprendiz, el pequeño sirviente. El molinero dijo: «Está tan andrajoso que no podemos tenerlo en el molino, por eso está en el establo de los gansos.»
La princesa ordenó que lo trajeran cuanto antes. Así que lo sacaron y él hubo de recoger su chaquetita para cubrirse. Luego el sirviente desempaquetó lujosas vestimentas y hubo de lavarlo y vestirlo y cuando estuvo listo, no había un rey que tuviera un aspecto más hermoso. Después la muchacha exigió ver los caballos que habían traído consigo los otros mozos. Uno era ciego; el otro, cojo. Entonces hizo que el sirviente le trajera al séptimo caballo. Cuando el molinero lo vio, dijo que un caballo así no lo había ni siquiera en la corte.
«Y éste es para el tercer mozo.» dijo ella. «Entonces, es él quien ha de tener el molino.» dijo el molinero. Pero la princesa dijo que ahí estaba el caballo pero que el molinero podía quedarse el molino para sí. Y tomó a su fiel Hans y se lo llevó en su coche y se marchó de allí. Primero fueron a la pequeña casita que él había construido con las herramientas de plata, que se había convertido en un castillo gigantesco, y era toda de plata y oro; y luego se casaron y él fue tan rico que tuvo suficiente para el resto de su vida. Por eso, nadie debe decir que quien es tonto no puede hacer nada a derechas.