Conocí al Maestro en el mercado del puerto. Intentaba charlar con los pescaderos acerca de política, dioses y patria; pero estos, más afanados en vender sus capturas que en hablar sobre los asuntos de la polis, acabaron por colocarle un par de sardinas. «Esta es la mía», pensé mientras saltaba, corriendo tras él.
El Maestro dialogaba todo el tiempo y con todo el mundo. Incluso conmigo. Sentado en su poyo, se pasaba horas preguntándome cosas y razonando en voz alta como si intentase extraer algo de mí. Mientras, yo, esperando ese pescado que nunca se comía -pues decía que masacrar animales que conocemos como individuos y en cuyos ojos se podía ver reflejado, le daba coraje-, me acicalaba a conciencia, dormitaba con los ojos entreabiertos o analizaba uno de los hilos que colgaban de su raída túnica y que yo tanto deseaba atrapar.
Cuando lo vi deshacerse en dolor tras ingerir aquel brebaje de cicuta, sentí que perdía a un compañero de vida; un ser sabio que sabía algo, aunque él lo negase: que conocerse a uno mismo es la clave para evitar la ignorancia, distinguir el bien del mal y ser virtuoso. Creo que el nombre que me dio, Mayéutica1, es un reflejo de lo que aprendió conmigo, pues así vivo yo: sintiéndome en cada momento. Por eso, ahora me quedaré jugando un rato con el hilo de la túnica del Maestro…
- Del griego, significa “obstetricia”, “ayudar a dar a luz” o “partear”. Sócrates, hijo de partera, lo usó para denominar su método filosófico, basado en el diálogo en el que el interlocutor sacaba a la luz sus propios conocimientos, opiniones y conclusiones ↩︎