Hubo un tiempo en que éramos lobos. Instalados en un territorio, formábamos una sociedad equilibrada donde cada miembro velaba por la salud y bienestar del otro, proveyéndonos de lo que la naturaleza nos ofrecía. El más valeroso nos guiaba y los desacuerdos se resolvían creando una nueva manada. Así fuimos colonizando lugares, reproduciéndonos y adaptándonos a los nuevos ecosistemas. Vivíamos de acuerdo con nuestras necesidades.
Pronto conocimos a unos simios bípedos que enseguida lograrían cultivar alimentos y hacer trabajar a otros animales. Nosotros les ofrecimos nuestras dotes cazadoras y de pastoreo, a cambio de su compañía y un poco de comida. Aquella fue nuestra primera revolución, pues ya no teníamos que salir a procurarnos sustento, dormíamos al calor del enigmático fuego y nos sentíamos protegidos. Colaborábamos.
Se produjo una segunda revolución. Los autodenominados seres racionales, comenzaron a construir cuevas artificiales de piedra y madera, a canalizar el agua y los desperdicios, y a dominar el fuego. Como nosotros también formábamos parte de aquellas domus, nos dijeron que habíamos sido domesticados. Nos controlaron.
Los humanos más sabios empezaron a teorizar sobre la naturaleza de los seres, denigrándonos a un escalafón inferior y tratándonos como tal. Nos categorizaron. Esa fue la tercera revolución: la del poder de la razón sobre la naturaleza instintiva.
Decía Kuhn que una anomalía, al ser una señal de que algo falla en un sistema, es también una oportunidad para revisar las teorías que los humanos hacen del mundo y de quienes vivimos en él. La anomalía del mundo actual empieza cuando algunos humanos, conscientes de que todos los seres somos diversamente iguales, teorizan la necesidad de un cambio que nos dé cabida -equiparándonos- también a nosotros, perros y demás animales. Esa puede ser la cuarta revolución: un cambio de paradigma de una teoría humanista limitante, a otra humanimalista meta-ilimitada, para poder convivir en armonía.